Tomás Gaeta, Santiago Medina, Josefina Mösle. Con la tecnología de Blogger.

Los artistas errantes: un día como músico callejero

Por Tomás Gaeta 




Viajamos en ómnibus con la intención de llegar a tiempo a donde sea que vayamos; los maldecimos por no pasar en hora o a nosotros mismos por no haber estado en la parada cuando teníamos que haber estado. Los músicos callejeros no tienen esa preocupación: suben al transporte público con el fin de sobrevivir, cantando siempre por encima del chirrido de los asientos y del ruido del motor. Ya sea en agosto o en diciembre, esté nublado o soleado, hombres y mujeres con guitarras o violines al hombro dicen “buen día” al subir y quizás menos veces “gracias, muy amable” al recibir dinero. Tocan ante un público formado por espectadores que a priori no se conocen entre sí y que no pidieron para viajar con música en vivo; prefieren escuchar la de sus celulares, estudiar o dormitar con la cabeza apoyada en la ventana. No se trata de echar la culpa a nadie ni de victimizar. Pero si nadie escucha, ¿a quién le canta el músico callejero?


Paseaba con mi guitarra al hombro, en un frío mediodía de mayo por el centro. El instrumento estaba en un estuche, y eso me convertía en una persona común y corriente; un músico uruguayo que lleva su instrumento a alguna parte por algún motivo. Pero al quitarlo de la funda noté que las miradas no fueron una sino varias: pasé de ser “uno más” a ser un “músico callejero” o simplemente “algún loco que se sube a los bondis a hacerse unos mangos”, lo que para muchas personas es lo mismo.
Luego de haber charlado con algunas personas en el centro sobre los artistas callejeros pude comprobar que no todo aquel que se suba con un instrumento puede ser considerado músico. “Algunos hacen arte, otros no tanto, no sé si me explico…” me dijo un joven.  Llegué incluso a escuchar que no es un verdadero trabajo: “que se consigan algo más en serio”, me dijo una señora con indignación. Quizás desde la perspectiva de algunas personas es demasiado fácil en comparación con lo que ellos hacen, quién sabe.
“¿Se puede jefe?”, le pregunté mientras me asomaba para entrar en un 104. “Sí, claro”, me dijo sin mirarme demasiado. Comencé a tocar “Stand By Me”, un himno de la música popular occidental y una innegable invitación a cantar en cualquier asado o fogón. Pero en ese momento no estaba cantando una de las canciones más famosas del mundo con amigos sino en el ómnibus más lento del mundo.

When the night, has come / And the land is dark.
Una mujer manda audios por Whatsapp.
And the moon is the only light we’ll see.
Un adolescente mira absorto a través de la ventana.
No I won't be afraid/ Oh, I won't be afraid
“Vos seguí cantando, que esto está muy divertido”, pensé mientras miraba a mis espectadores.

Traté de avanzar en el ómnibus pero lo hice con torpeza y timidez con el miedo de caerme. Me concentré en cantar fuerte para que me escucharan y en dejar pasar a las personas que estaban ingresando. La enganché con “Don’t Worry be Happy” de Bobby McFerrin, y al hacerlo un hombre asintió levemente con una mueca de aceptación. La canción finaliza y llegan los aplausos: son pocos, aunque cálidos y sinceros.
“Y ahora una canción de mi autoría. Espero que les guste”. Y sin más empecé a cantar una canción que compuse para mi novia llamada “The Happiest Man On Earth”. Es, sin duda una de las canciones más lindas que hice desde que escribo canciones. Mientras escribo esta nota me doy cuenta de que, si bien hemos estado trabajando esta canción con los integrantes de Tom Chris & Tom, (mi banda), nunca llegamos a mostrarla en vivo. En otras palabras, los 10 o 15 pasajeros de aquel 104 tuvieron la dicha de ser las primeras personas en escucharla, gratis, sin ser muy diferentes a los conciertos que participamos Ahora sin embargo estaba bajo este disfraz; no estaba producido ni mucho menos, pero el tener una guitarra fuera de su estuche y estar arriba de un ómnibus me convertía en otra persona, en un músico sin parada, en alguien sin destino; en un ser cuyo trabajo depende del tipo de día que está teniendo el conductor y de los pasajeros.

I’ll be the happiest man on earth, just by looking, just by looking at your smile.

Tras el último acorde, aplausos. Esta vez con más cálidos, un poco más largos. Agradezco con una sonrisa y les deseo de todo corazón un buen día. Un hombre me da unos nueve pesos, una mujer me da otros cinco y el joven que hace un rato estaba absorto mirando por la ventana me da unos… ¡50 pesos! Podría haber sido una equivocación al querer darme diez, y confundirse con la similar moneda de cincuenta, pero no: es un billete, no hay lugar para el error. Pensé mientras le daba las gracias en una manera eficaz de dejar mis estudios en periodismo y convertirme en un acomodado músico callejero de Montevideo, y decirle esta broma a Rosina, —amiga que me acompañaba para documentar el proceso con fotos y audios— pero luego recordé la modalidad espía y que cualquier cosa “no nos conocíamos”.
Me acerco a la puerta de adelante para descender, y antes de mi parada, le agradezco al conductor para que seguir en mi rol.
Muchas gracias le digo mientras espero para bajarme.
Por favor.
Está frío ¿verdad?
A mi gusto tendría que estar más frío ¿sabés?
¿Más frío? —le pregunté corroborando a ver si estaba bromeando.
Por mí que nieve —respondió con una sonrisa, sin apartar la mirada del frente.


Músico callejero y músico amplificado

Para la mayoría de los músicos callejeros de Montevideo no hay amplificación o ecualizador de ningún tipo. El sonido se escapa por las ventanas que nunca abren o cierran del todo, o simplemente retumba en un techo que nadie mira. No existen datos que den cuenta de esto, pero cualquier persona que utilice a diario el transporte público uruguayo aunque sea más bien privado sabe que los músicos que suban con un ingenioso sistema de amplificación portátil son pocos. Éste presenta varios problemas y obstáculos para el músico que necesite recorrer Montevideo a diario: es pesado (ningún parlante pesa menos de dos o tres kilos) y las baterías no duran lo suficiente para que alguien pueda hacer uso durante todo el día.
Con esta teoría en mente me dirigí a la Peatonal Sarandí y me coloqué en una esquina con mi estuche desenfundado para que allí depositaran las monedas. Toqué una, tres, diez canciones. No tenía ningún sistema de amplificación ni nada por el estilo, así que intenté cantar bastante fuerte para que me escucharan; pero fue en vano. Estuve ahí unos cuarenta minutos mientras me congelaba de frío, exponiendo un repertorio muy diverso: “Stand By Me”, “De Nosotros Dos” de Eduardo Mateo, “No Diggity” de Blackstreet, “Ain’t No Sunshine” de Bill Withers, clásicos de Marley como “I Shot The Sheriff” y algún que otro tema mío. Ni las ganas, ni mi voz ni mi sonrisa fueron suficiente para hacerme notar. Debieron de haber pasado más 150 personas delante mío, pero solo tres o cuatro se detuvieron a darme unas monedas que sumaron 9 pesos. Repetí las mismas 10 u 11 canciones más adelante, al sol, junto a la Plaza Matriz, pero ahí había dos músicos conocidos que tocan desde hace años en los mismos lugares. No me desalentó eso sino el hecho de que estuvieran amplificados. El primero era un guitarrista que toca tangos conocidos de Astor Piazzolla y el segundo tocaba hits de Los Beatles y de otros grupos anglosajones legendarios. En otras palabras, supe que no iba a tener chance frente a semejantes pesos pesados, y demoré menos de cinco minutos en darme cuenta que estaba en lo cierto. Fue tras finalizar mi repertorio que empecé a extrañar la calidez de los ómnibus.

La experiencia como músico sin amplificación en la peatonal fue un fracaso, pero me sirvió para analizar los miedos y prejuicios de las personas al ver a alguien tan joven tocando en la calle. El primer caso fue el esposo de mi madre, quien pasó delante mío y, ajeno a mi proyecto periodístico, llamó a mi madre preocupado pensando que había optado por la calle como una opción laboral. Curioso, ¿verdad? Lo único que le reclamé fue no haberme dejado unos pesos en el estuche. El segundo caso fue una persona que se me acercó preocupada y, tomándome del brazo con amabilidad me dijo, “cuidate, viejo”.
Sería deshonesto y poco ético de mi parte si no hablara de mis propios prejuicios. Escapé de la mirada de varios conocidos que me crucé en mis trayectos hacia la Plaza Matriz. Supongo que tenía miedo de que se expandiera un rumor de que ahora me dedicaba a pedir plata por cantar y tocar en la calle, lo mismo que hago normalmente en bares y restaurantes. Mientras intentaba sin éxito que la gente me escuchara, una conocida me reconoce y me mira sorprendida, riendo. No tuve pánico, pero debo confesar que no quería que me reconociera.

—¡Hola! —me dijo sonriendo—. ¿Todo bien?
—Todo bien ¿y vos? Es para un proyecto periodístico —aclaré mientras la saludaba.
—Me parece perfecto, chau, cuidate. —dijo mientras se iba.

Esperé un segundo ómnibus mientras practicaba otras canciones. Había tanto ruido en la calle que casi ni escuchaba la guitarra. Le hice señas al conductor de un CA1 Tres Cruces para subirme, pero me hizo señas de que recién estaba empezando, que quizás mejor a la vuelta. Impresionante todo lo que se puede captar mediante el lenguaje de señas uruguayo ¿no? “Gracias, no pasa nada, igual esto es para un artículo, con la misma técnica que aplica Wallraff en reiteradas ocasiones” le respondí agitando las manos.
            Intenté subirme a un 192 Pocitos pero mientras lo hacía el conductor se me quedó mirando en silencio. “Hola, ¿qué tal? ¿Se puede?” le pregunté, a lo que él respondió con un casi inaudible “no” y un movimiento pronunciado de cabeza hacia los lados.
            De verdad quería tener otra experiencia distinta a la del 104 o más bien ver si ésta se repetiría en un ómnibus diferente. Pero tras varios rechazos y excusas me terminé subiendo a otro 104 que se dirigía al centro esta vez. Toqué “Redemption song” de Bob Marley y un otro tema mío, también de amor. La gente pareció estar muy contenta mientras tocaba y los aplausos también fueron sinceros y cálidos. Ya era mi segundo ómnibus y estaba logrando robar alguna sonrisa de mis espectadores. “Y ahora otro temita, uno de mi autoría. Un temita de amor; siempre está bueno escribir con amor ¿no?” pregunté mientras miraba buscando cómplices, haciendo una pausa tras el no. ¡Eso! Una risa, un hombre se ríe, 10 puntos para mí. Si seguía en calidad de artista callejero seguro dejaba la guitarra y terminaba haciendo chistes malos como los del Payaso Pildorita.
            Me fui contento, sumando en mi bolsillo casi cien pesos, un dinero en el cual invertí dos o tres minutos pensando sobre qué hacer éticamente. Era dinero que había ganado honestamente como cualquier otro músico callejero, solo que yo venía de un lugar acomodado, en calidad de turista más que otra cosa, con exigencias no tan importantes como las que tiene una persona que sí se dedica a eso todos los días de su vida. Fui dando toda la plata en monedas a diferentes personas que me pedían en la calle hasta que llegué al billete de 50. Era más que un billete y más que el valor monetario; era un diploma, un texto arrugado y sucio pero que por debajo de la mugre decía “cantaste bien, me gustó tu canción, me merecés” y quien sabe qué otra cosa más. Había que darle un buen uso así que recordando lo mucho que me gustaba la garrapiñada callejera me compré un paquete de 30 pesos y los otros 20 pesos se los di a un hombre que me pidió. La victoria fue dulce o más bien empalagosa, pero no me arrepentí. Es decir, ¿es cuestionable haber gastado esos 30 pesos, un tercio de lo que gané? Sí, pero en todo caso es discutible. Detesto las verdades absolutas.

Es muy común encontrar videos de personas azoradas por el talento artístico callejero. Desde bateristas a flautistas, los títulos de vídeos en YouTube muestran en mayúsculas un patrón de comportamiento por parte de aquellos que filmaron: “IMPRESIONANTE CANTANTE CALLEJERO”, “EL MEJOR COVER DE STEVIE WONDER HECHO POR UN MÚSICO CALLEJERO” o “LA MEJOR GUITARRISTA CALLEJERA”. La palabra, “calle” o “callejera” siempre se repite, signo de las incongruencias que muchas veces sentimos. Es decir, ¿si él o ella es tan buena haciendo lo que hace, por qué lo hace en la calle? ¿Por qué no goza de fama como otros lo hacen? Muchas veces escucho a mis amigos comentarme sobre algún músico callejero igual de talentoso que otro que sí es famoso. Los ejemplos son muchos y es muy probable que en algunos casos tengan razón: la industria de la música cambia y la fama es caprichosa. 
Ser un artista callejero no es un impedimento para ser famoso. B.B. King, Bob Dylan, Norah Jones, Manu Chao, Ed Sheeran, Leonard Cohen y Justin Bieber son solo algunos ejemplos que estoy utilizando para horrorizar a algunos lectores que detestan ver los apellidos “Bieber” y “Cohen” estén en la misma frase y para mostrar cómo la calle puede ser un punto de partida en la carrera artística de muchas personas. Ellos vieron en la calle una primera oportunidad para su carrera musical.
Sin embargo hay que tener en cuenta que estos son una minoría y que la música en una performance callejera que rehúye de la fama como fenómeno social. El no estar en un escenario por encima de los espectadores no confiere estatus a la persona ni poder como en otros casos si lo hace: dicho de otro modo, nuestra reacción y nuestro comportamiento frente a un cantante que está en un escenario es muy diferente si estamos frente a alguien que canta y toca en la calle.
¿Pero acaso todos quieren ser famosos? ¿Es la música para ellos una primera opción? Para el caso de Nahuel (nombre ficticio), de 27 años, no. Hace unos meses llegó a Montevideo con el fin de conseguir un trabajo. Tocar en los ómnibus pareció una alternativa aceptable para conseguir algo para poder mantener a su hija de 3 años y a él. ¿Será suficiente?
Waldemar había comenzado su jornada de trabajo hacía dos horas. “¡Qué linda guitarra esa!” me dice mientras la observa con una sonrisa. “Gracias”, le respondo. Empezamos a tocar, “Solo Le Pido A Dios” y un tema suyo mientras me miraba contento y alegre. Me pregunta de dónde vengo, qué temas toco. “De todo un poco”, le respondo. Empezó a los 19 con la guitarra y hacía 25 que se subía a los ómnibus. Seguro había empezado al mismo tiempo que aprendió la guitarra, ya que no tendría más de 40 años. Quería saber más sobre su vida, su rutina, pero antes de que pudiera preguntarle algo más miró un 180 Pza Herrera y luego me miró a mí. “¿Te lo tomás?” me preguntó contento. “Todo tuyo” le respondí. Hizo una mueca como que le daba lo mismo, pero yo insistí y el terminó agradeciendo.

—Gracias… ¿cómo te llamás?
—Tomás.
—Nos vemos en la vuelta, Tomás —me dijo mientras nos dábamos la mano.
—Nos vemos —mentí.


En el tercer ómnibus el conductor me pidió que no me demorara demasiado porque el ómnibus estaba a punto de llenarse. “Bien”, le respondí, por su puesto. Era un 192 con destino final a “Manga”, y debían haber unas 25 personas. “Qué tal? ¡Muy buenas tardes para todos! Les voy a tocar una canción de mi autoría en inglés. Espero que les guste”, exclamé. Yo no llegué a percibirlo, pero Rosina me dijo luego al bajarme que un hombre había puesto una mueca de asco al enterarse de que tendría que vivir dos largos minutos escuchando una canción en otro idioma. Pocas veces canté con tanta confianza. Me olvidé del frío y del cansancio; me olvidé que estaba cantando arriba de un ómnibus viajando hacia ninguna parte. Al terminar, cálidos aplausos, incluso dos o cuatro sonrisas que me alentaban a seguir y a seguir. “Cualquier colaboración que quieran realizar es más que bienvenida”, dije. Nada: algún amague de estar buscando y no encontrar, pero ninguna moneda en mis manos. Olvidé por primera vez que estaba realizando un ejercicio de investigación periodística y me sentí ofendido. Una canción entera y ni un peso. Me bajé del ómnibus molesto, sin tocar la guitarra mientras caminaba. Estaba generando insumos para una nota, pero también era un músico, mostrando mis canciones que con tanto esfuerzo había escrito y practicado. Me fui con sentimientos encontrados, sabiendo que a diferencia de Waldemar yo guardaría mi guitarra en el estuche y me iría a mi casa, en un ómnibus. Coloqué la guitarra dentro del estuche y con alivio pensé ya era libre de cantar por encima del ruido de un motor que siempre ruge.

4 comentarios

  1. Interesante experimento. Te comento que yo me desempeño como músico callejero, pero como tu no por necesidad porque tengo trabajo sino porque me gusta tener un público para mis canciones. Si quieres pueres ver mi blog "Artistas Libres Uruguay" y el Grupo Facebook del mismo nombre. Saludos.

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  2. También te comento que soy directivo de "Artistas Callejeros Asociados ACA y participante en las negociaciones que culminaron con el otorgamiento de la tarjeta magnética a los artistas para trabajar en el bus y tener seguridad social. Un gran logro.

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  3. Que gran y atrapante relato. Yo canto hace 10 años y RECIÉN estoy queriendo romper con mi vergüenza e ir directamente a cantar a la calle. Gracias por compartir tu historia con nosotros!
    Exitos y saludos desde Argentina!

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  4. me acabo de encontrar este artículo al googlear "tips para cantar en un omnibus", yo tengo 19, llegué hace 5 meses de San José y hoy por primera vez me subí a un omnibus, pasaron un montón de lo que (según me comentaron los artistas con los que compartí parada) eran "plateas perfectas para tocar", me costó un montón subirme, por ideas prejuciosas de una educación conservadora. Pero encontré un mundo de gente solidaria y amable como son los artistas callejeros que nunca habría creído de no haberme largado, tremendo artículo, gracias por inspirarme para salir motivado mañana

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