Tomás Gaeta, Santiago Medina, Josefina Mösle. Con la tecnología de Blogger.

Hospital Vilardebó: Una mirada desde adentro


Por: Josefina Mösle y Tomás Gaeta

Cuando la gente pasa por Millán 2515, la mayoría no mira para adentro; es que allí se encuentra el Hospital Vilardebó, un lugar en Montevideo al que nadie quiere ir y del que pocos hablan. La salud mental es un tema tabú en nuestro país. No obstante, si uno se queda parado frente a la fachada nunca adivinaría que ese sitio es un manicomio. El movimiento es constante. Unos entran, otros salen, van y vienen. Es un lugar que nunca se queda quieto; allí trabajan aproximadamente 610 funcionarios: psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales, administrativos, guardias y otros. Lo único que delata su condición es que afuera siempre se pueden encontrar grupos de enfermeras de blanco sentadas en la vereda, que salen a fumar y charlar en sus recreos de trabajo.

El edificio es añejo. Como la institución, cumple 137 años. Las paredes coloridas llenas de dibujos y figuras femeninas y masculinas del patio de hombres se contrastan con la pintura beige desgastada de los muros del establecimiento. Junto a la lluvia y los pacientes que salen de sus cuartos arrastrando los pies, el ambiente general que se siente es de tristeza y melancolía. Resulta realmente difícil atisbar una sonrisa.

Todas las superficies están cubiertas por mensajes de todo tipo. Declaraciones de amor, amenazas, reflexiones coherentes e incoherentes, cartas a familiares, denuncias a la institución, poemas, letras de canciones, algunos dibujos de mujeres sin ropa y otros de figuras ahorcándose. De una de las paredes del patio cuelga una cabina telefónica. Arriba, alguien garabateó un número de teléfono. ¿Será de su familia, de algún amigo?, ¿con quién querría comunicarse la persona que lo escribió?, ¿por qué no logra recordarlo? El Vilarderbó es uno de esos lugares que le dejan a uno más preguntas que respuestas.

Se ven puertas abiertas, siempre abiertas; ahí las puertas no pueden cerrarse. De una de ellas sale alguien. Al principio no se distingue si es hombre o mujer. Cuando se va acercando, se comienza a vislumbrar su figura. Es una mujer. “¡Gracias por sacarme fotos!” chilla. Una enfermera vestida de blanco la toma del brazo gentilmente y se la lleva, susurrándole alguna cosa u otra. Se pierden de vista en un pasillo oscuro con piso de baldosas en blanco y negro. No hay necesidad de tocarlo para saber que es frío.

Para encontrar los escritorios de las funcionarias de Sala 12 hay que atravesar corredores oscuros y salas repletas de hombres que, cuando ven gente externa al hospital, se quedan mirando sin expresión en la cara. La mayoría se detiene y deja todo lo que está haciendo para observar. Se nota que las visitas no son algo usual para ellos.

El cuartito donde trabaja Andrea, una de las psicólogas del sector, está atestado: entre el pequeño escritorio, el banco para la visita y las bolsas enormes de víveres para los pacientes, no entra ni un alfiler. La pared no ve una mano de pintura hace años. Pero Andrea no es nueva a esta situación; comenzó en el Vilardebó como voluntaria, y por eso al ingresar más tarde a la institución ya como psicóloga no sintió ese choque que podría sentir otra persona ante la historia y las circunstancias en las que viven los pacientes.

Cuando escucha la palabra “prensa”, Andrea recuerda todas las situaciones en las que los pacientes judiciales, inimputables debido a sus patologías, fueron retratados por el periodismo uruguayo. Para ella resultó extraño leer en el diario las historias de las personas con las que trabaja día a día, y cómo esas mismas historias expuestas en los medios pueden incidir en que no se puedan reintegrar luego en la sociedad. Sus nombres están ahí, ante la mirada de todos, y eso naturalmente constituye una carga más a la hora de salir y reorientar su vida. La reflexión de la psicóloga tiene que ver con la ética; el rol de la prensa es informar, sin llegar a hacerse esclava de la audiencia y su morbo.

Al hablar del hospital, su discurso no deja de acercarse al proyecto que lleva adelante junto con otra funcionaria, Selva Tabeira: el plan de Residencia “El Trébol”, el cual obtuvo el reconocimiento de autoridades de Salud Pública, de jerarcas de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) y del ex presidente José Mujica. En 2014 el Instituto del Niño y el Adolescente del Uruguay (INAU) entregó una vivienda con contrato de comodato al Hospital Vilardebó, la cual alberga a cinco pacientes judiciales con alta médica, quienes fueron integrantes del Taller Sala 12 que organizan los funcionarios del hospital. Esa vivienda queda cerca del mismo y constituye el núcleo del proyecto, cuyos objetivos son la rehabilitación psicosocial, la reinserción en sociedad y la superación personal de los pacientes. Actualmente, ellos mismos están trabajando en el acondicionamiento de su vivienda, la cual es asistida y gestionada tanto por el Patronato del Psicópata como por el hospital Vilardebó. Allí los internos continúan su tratamiento y reciben atención psiquiátrica y psicológica. El pasado 11 de mayo vivieron una situación que los obligó a probar su autocontrol: les robaron todas las herramientas, las cuales habían sido adquiridas por ellos con mucho esfuerzo y trabajo. La rabia y la frustración que debieron sentir se incrementó por la patología, y aun así lograron superarlo.

El orgullo en la voz de Andrea se hace notar cada vez que habla del proyecto. Es que la psicóloga se toma tiempo personal fuera del horario de trabajo para comprometerse con la causa de rehabilitar y ayudar a los pacientes a volver a tener su lugar en la sociedad. El empuje y la voluntad de los ex internos se refleja en el trabajo constante y voluntarioso de las funcionarias que todos los días se encargan de que el proyecto pueda salir adelante. La positividad que transmite la funcionaria conmueve. Desde su pequeño despacho, Andrea cambia la vida de muchas personas.

Esta visión positiva encarnada en Andrea choca con la experiencia de una de las enfermeras de la misma sala, llamada Donata. El testimonio de la enfermera se vuelve muy crítico con el sistema de ASSE, y aunque sus compañeras de equipo están en todo momento de acuerdo con ella, es quien más se enfervoriza al hablar de las condiciones de trabajo de sus pares. A pesar de que no ha estado tanto tiempo en la institución, Donata siente que el sistema manejado por ASSE “es muy lento” y no permite que los funcionarios trabajen de forma adecuada con sus pacientes. Los enfermeros son rotados frecuentemente de una sala a otra, lo que les impide conocer específicamente las patologías y problemas personales de cada interno y por tanto, a la hora de una crisis, se dificulta una respuesta personalizada acorde por parte de los empleados. Además, el proceso de pasaje de ser enfermero suplente a enfermero fijo es muy burocrático; Donata explica que su propio pasaje fue un ejemplo de esto, dado que ella quedó primera para pasar a ser empleada fija en lugar de otros que habían trabajado más tiempo dentro de la institución “porque tenía más congresos y certificados; es injusto porque yo estaba en Vilardebó desde hacía menos tiempo que ellos”.

La enfermera cuenta además que antes de ser empleada fija, sus pautas de trabajo se renovaban mes a mes, por lo que nunca sabía si el mes siguiente iba a seguir en el hospital. Esta vulnerabilidad de trabajo, sumada a la rotatividad constante de sala en sala, tienden a hacer más propensa la deshumanización de los trabajadores para con sus pacientes. La costumbre, el día a día y el desconocimiento mutuo entre paciente y enfermero producen una automatización en la forma de tratar a las personas internadas, la cual generalmente deriva en amenazas a los pacientes, por ejemplo, decirles que si no se comportan adecuadamente serán atados, amenaza que resulta muy común en la institución. Atar a una persona a la camilla es el último recurso que se utiliza cuando un usuario del hospital intenta agredirse a sí mismo o a otros y el personal de enfermería no logra neutralizarlo. Sin embargo, muchos enfermeros cansados recurren a esta forma de intimidación. “No es que lo hagan mal o los destraten, pero los ven como objetos y no como sujetos”, explica Donata.

Trabajar en un hospital psiquiátrico resulta psicológicamente desgastante. A los problemas personales que cada empleado pueda tener en su casa o en su familia y la escasa o nula respuesta del Departamento de Salud Laboral del hospital se agrega una demanda constante por parte de los internos. La locura no tiene hora de descanso en el Vilardebó: los enfermeros atienden una crisis a las 10 de la mañana o a las 4 de la madrugada. “El tipo de patologías de depresión, trastorno de personalidad y esquizofrenia se manifiestan de manera más fuerte por las noches y a veces queda un solo enfermero para atenderlos a todos”, cuenta Donata. La Sala 12 tiene treinta pacientes masculinos fijos, distribuidos en cuartos pequeños.



En adición a esto, el hospital no segmenta sus salas en categorías psicológicas, sino que cuando una cama queda libre, el nuevo paciente que ingrese a la institución será asignado a ese lugar, por lo cual en una misma sala cada uno sufre de una patología distinta. En un cuarto de cuatro camas puede haber cuatro trastornos totalmente diferentes, o incluso pacientes de alto riesgo ubicados en sectores que no están pensados para ubicarlos a ellos; desde las oficinas de enfermería no son todos visibles, y este tipo de pacientes deben ser observados permanentemente. Eso hace que el trabajo se haga incluso más cuesta arriba para los funcionarios, especialmente para aquellos que recién se incorporan a los recursos humanos del hospital. “El primer día sentí miedo. Imaginate que lo primero que te dicen cuando entrás acá son los números de emergencia por si algo pasa, porque puede pasar”, explica Donata. Por su parte, Camila, una residente de Psicología que está haciendo su práctica en el hospital, opina que al ingresar no sintió miedo, sino una enorme tristeza. Camila trata a pacientes en Vilardebó asegurándose de que tienen todo lo que necesitan, y hace un seguimiento personal a algunos pacientes que le fueron asignados luego de dados de alta. El de ella es un caso personal que no se sigue a nivel institucional, sino que Camila lo hace porque lo pidió específicamente.

Uno de sus pacientes toca la puerta del pequeño despacho de Andrea. “Camila”, dice, “¿me podés dar un poco de yerba y tabaco?”, a lo que ella le contesta, “claro, ahora en un ratito voy”. Él se retira con una sonrisa en la cara. “Es importante el hecho del seguimiento personal”, dice Camila cuando cierra la puerta, “porque si uno sigue a un paciente en particular comienza a aprender tu nombre y luego espera que lo vengas a buscar para ir a x lado o a x actividad, y después no puede salir a esa actividad sin tenerte al lado”. Ese vínculo que se va generando es casi imposible de mantener una vez que salen, y es por eso que la residente decidió hacer un seguimiento, para cambiar algo, hacer un pequeño aporte, aunque sea un granito de arena.

Normalmente, cuando un paciente es dado de alta en el hospital se le asigna una consulta para que vuelva a acudir un tiempo después, pero ese es el único seguimiento que se le hace al interno una vez que sale nuevamente en sociedad. Las tres funcionarias se manifiestan en total desacuerdo con esta forma de trabajo, dado que muchas de las personas que son dadas de alta vuelven rápidamente al hospital por recaídas, ya que fuera del mismo frecuentemente tienen poco apoyo familiar, o directamente nulo, y deben salir sin contención alguna, salvo las policlínicas cercanas. El Vilardebó atiende entre 60 y 70 consultas por día en su emergencia, de las cuales el 30% son de pacientes que padecen trastornos mentales “severos y persistentes”. Según María Celia Barrios, médica psiquiatra de la institución, hay dos tipos de pacientes: los que están ahí por un episodio de momento que generalmente es tratado en emergencia y son dados de alta rápidamente, y los que están ahí por una patología que los va a acompañar toda la vida. Son esos los que preocupan a la hora de una reinserción social. El 40% de los internos están en condiciones de ser dados de alta, pero no tienen otra alternativa que quedarse allí porque no tienen adónde ir o porque encuentran dificultades para relacionarse en comunidad. El hospital recibe entre 1.500 y 1.700 ingresos al año.

Aunque en el recorrido de prensa del Hospital Vilardebó el director de ASSE, Horacio Porciúncula, manifestó que más del 90% de los pacientes que se fugan terminan volviendo, las funcionarias desmienten esta versión. Las fugas se dan generalmente por consumo de sustancias, y según ellas no es para nada habitual que los fugados vuelvan. “Dentro del hospital hay consumo de sustancias, es inevitable”, declara Donata con expresión apesadumbrada. Los enfermeros no pueden hacer nada, los psicólogos tampoco; Vilardebó no es un lugar especializado en rehabilitación de drogas, sino de patologías psicológicas, y por tanto está de manos atadas al respecto. “Que los manden acá por tema de rehabilitación es una decisión del juez. Ellos no entienden que acá corre la droga, no sé si la entra la familia o quién, pero no podemos hacer nada al respecto”, expresa la enfermera. Muchas veces se juntan patologías con drogadicción, e incluso quienes no eran drogadictos terminan siéndolo por el contacto constante con las sustancias. Alrededor del 20% de los pacientes que ingresan son personas con trastorno de personalidad y consumo de sustancias y solo un 10% a un 14% de los que ingresan son personas afectadas por depresión o manía.

Usualmente se intentan llevar a cabo actividades que permitan mover a los pacientes de sus camas, hacerlos circular y alejarlos de la inmovilidad natural que supone sufrir una enfermedad de ese tipo. Sacar a los pacientes de la desmotivación, de no querer levantarse de la cama o de tener reacciones violentas resulta “más fácil cuando hay jóvenes que ingresan con mucho empuje, que quieren salir adelante con los pacientes, y las actividades son la manera de moverlos”. En el hospital hay proyecciones semanales de películas y talleres de diversa índole.

Las trabajadoras destacan para la rehabilitación en sociedad de los pacientes no sólo el tratamiento con la familia, que se da dos días a la semana, sino también el reconocimiento que tienen los pacientes hacia un grupo interdisciplinario de personas que trabajan bien en conjunto: psicólogos, psiquiatras, residentes y enfermeros. En la mayoría de las salas esa articulación no se da y por tanto no hay identificación por parte de los pacientes con los médicos, la cual es importante porque aporta seguridad, estabilidad y comodidad al interno.


Las tres funcionarias consideran que son afortunadas por trabajar en el sector masculino del hospital. Al hablar del sector femenino, todas coinciden en que el trabajo allí es mucho más difícil: “las mujeres son más expresivas, más complicadas, lloran, son insistentes. Los hombres tienen un problema y lo solucionan recurriendo a la violencia, lo cual es más predecible”, sostiene Donata. Además, viven la paternidad de una manera diferente a la maternidad femenina. Las mujeres reclaman constantemente por sus hijos y sus madres.

Desde el principio, los empleados del hospital fueron abiertos y se mostraron complacidos de dar su opinión y tener voz respecto a su trabajo. Es que la atención generalmente está puesta en sus pacientes, muchas veces desde el morbo, porque, así como las patologías mentales son temas tabúes, también son abordadas frecuentemente desde la escabrosidad. No obstante, volver al Vilardebó por tercera vez probó ser fútil. Al buscar conversar con las psicólogas de nuevo, las puertas fueron cerradas. Todos quienes habían prometido seguir hablando no quisieron hacerlo. De un día para otro, la actitud cambió radicalmente. Personas que dos días antes habían sido amables transformaron completamente su conducta. Una semana atrás, tomar fotos y filmar fue aceptado mientras no se mostraran las caras de los pacientes; ese día, intentar dejar constancia de la visita mediante registro fotográfico fue penalizado casi como delito. Al ver las cámaras, un guardia llamó la atención a gritos de “no pueden sacar fotos”, y no importa lo que se le contestara, incluso con autorización de la coordinadora de dirección, las cámaras tuvieron que ser guardadas. ¿Qué diferencia había entre fotos de la fachada de una semana antes y las de ese día? Ninguna. Pero de repente, sacar fotos del Hospital Vilardebó constituía un acto cuasi criminal.

La única persona con voluntad de hablar ese día fue Edgardo, encargado de la Usina Cultural del hospital, donde los internos aprenden a tocar distintos instrumentos como forma de recreación. La sala de música de la usina es tan completa como cualquier estudio de grabación profesional, y es el orgullo de los empleados, quienes enfatizan que escolares y liceales pueden utilizar esas instalaciones, ya que son públicas. Al charlar con Edgardo, la razón detrás de tanto secretismo y resquemor se revela: unos días atrás el Hospital salió en “Santo y seña”, programa periodístico conducido por Ignacio Álvarez junto a Alejandro Amaral, Ana Matyszczyk y Patricia Martín y transmitido a través de Montecarlo Televisión (canal 4 de aire). La edición se tituló "¿Cómo tratar la locura?" y criticó fuertemente las condiciones de los pacientes en el Hospital. En medio de esta conversación, el mismo guardia de antes vuelve a aparecer al grito de “¿qué les dije? ¡No pueden estar acá!”, y no hubo quien lo convenciera. Las puertas del Vilardebó se cerraron.

Aunque al principio la impotencia pudo más, luego de mirar el programa las razones detrás del repentino secretismo se hicieron obvias. En horario central de televisión abierta y con llegada a nivel nacional se expusieron nombres y apellidos de pacientes que hoy intentan reinsertarse en sociedad a través de los mismos proyectos por los que tanto luchan los psicólogos del centro. Sus historias fueron tratadas por los periodistas, sus circunstancias divulgadas y su privacidad violada con una libertad y un desparpajo sorprendentes.

El 6 de junio la Cámara de Diputados definirá su postura con respecto a la ley de salud mental. Dicha ley presenta avances significativos en materia de derechos del paciente afectado por patologías mentales: la erradicación de los manicomios como instituciones es uno de los puntos más fuertes tratados en este nuevo proyecto. En su lugar, se busca la inserción social y laboral del individuo en la comunidad a través de casas de medio camino en donde participa de talleres de distintos tipos. Si esta ley es aprobada por la Cámara de Senadores, Uruguay estará a la vanguardia en el tratamiento de salud mental. Hoy ya hay 10 casas de medio camino en el país y unas 290 personas viviendo en comunidad, según Porciúncula.

El reconocimiento de los derechos y la autonomía de los usuarios del Vilardebó es justamente los que los empleados están buscando desde hace tiempo. La internación continua de pacientes en espacios cerrados y la privación de libertad de éstos en instituciones asilares podría tener su fecha de caducidad. La labor de los trabajadores sería, a priori, mucho más personalizada, buscando que el paciente sea uno con la sociedad y no que le tenga miedo a vivir en comunidad.

¿Cuántas vidas cambiarían si esta ley tuviera efecto? Contando solamente a quienes se emplean en el Vilardebó, alrededor de 600 personas modificarían su forma de trabajo. Esta modificación también tendría un gran impacto en las vidas de muchos de los 320 pacientes de la institución, ya que el hospital funcionaría como centro de monitoreo de pacientes reincidentes y atendería solamente a aquellos que estén en una situación crítica.

Hoy, el hospital está en un momento de transición e incertidumbre. En un futuro no muy lejano, podría llegar a cambiar su modo de funcionamiento, y si este no es el caso, la mejora en la salud mental de cientos de personas seguirá dependiendo de unos pocos funcionarios y de sus pequeñas oficinas atestadas de papeles, yerba y galletas al agua; de enfermeras, psiquiatras y psicólogos que se despiertan todos los días con la idea de poder cambiarle la vida a aquellas personas de mirada perdida y sueños rotos.


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