Tomás Gaeta, Santiago Medina, Josefina Mösle. Con la tecnología de Blogger.

Ojos de turista en mi país: Un día como turistas en Montevideo


Nota por: Nicole Descoueyte y Josefina Mösle

Mañana gris en Montevideo, de esos días que constantemente amenazan con chaparrón. Los montevideanos caminan arropados en capas de abrigo por las calles del Centro de la ciudad. 

Dos capitalinas llegamos a la Intendencia. Estamos determinadas en deshacernos de nuestra identidad por un día, para enfundarnos en otra personalidad, una extranjera: hoy vamos a ver con ojos de turistas. 

A partir de que cruzamos el umbral de la primera puerta, nos convertimos en ciudadanas argentinas. Preguntamos por el bus turístico y por lugares interesantes para visitar. Nos dan un mapa y nos dicen que para sacar los pasajes pagando en efectivo, debemos dirigirnos a uno de los locales de la cadena Abitab. Arriba del bus sólo se abona con tarjeta, a diferencia del sistema de bus turísticos de la mayoría de los países del mundo. Varios “ta” se nos escapan en esa primera interacción, pero esa característica muletilla uruguaya pasa desapercibida para nuestros interlocutores. Resulta extraño pedir indicaciones en terreno conocido, y a su vez desligarnos de nuestros conocimientos propios para ver con los ojos de un extranjero a nuestra propia ciudad y poder movernos dentro de ella.

En el local de Abitab demoran al menos 15 minutos en darnos los pasajes. Esperamos pacientemente mientras una nerviosa empleada intenta solucionar un problema por teléfono. Finalmente logra imprimir las entradas y nos dirigimos rápidamente a la parada. Con mucha emoción subimos al bus, no sin antes saludar a un grupo de brasileños en la misma situación que nosotras. El ambiente turístico desde un principio es amigable, tanto con los guías como los propios extranjeros, que se acercan a conversar o simplemente sonríen con calidez. 


Una vez en el bus, cruzamos miradas y sin dudarlo vamos al piso superior. Aunque la mañana es fría, no nos queremos perder de ver la ciudad desde un punto de vista distinto al que la vemos todos los días. Enchufamos los auriculares que nos proporcionó el guía y los configuramos en español.  Subimos el volumen y escuchamos la característica voz de Rada jurándonos su amor. Al principio no sacamos video ni fotos: simplemente disfrutamos de la nueva óptica. 

Desde el principio notamos que el bus turístico tiene una presencia que no pasa desapercibida para nadie: los uruguayos tienden a mirar hacia arriba cuando ven al gigantesco vehículo pasar a su lado, y acto seguido, saludan a los turistas. La altura del bus nos permite verlo todo desde otra perspectiva. Lo que más nos sorprende de esta nueva óptica es darnos cuenta que en nuestro día a día, vivimos mirando hacia abajo, nunca para arriba. Transitamos por las calles todos los días sin darnos cuenta que sobre nuestras cabezas podemos encontrar una arquitectura maravillosa. Los edificios antiguos siempre estuvieron allí, pero nunca nos tomamos el tiempo de observarlos; se han integrado de tal manera a nuestra rutina diaria que pasan desapercibidos al movernos por la ciudad. Los montevideanos decoran sus balcones de coloridas flores, y las estructuras arquitectónicas de las casas en el centro de la ciudad son impresionantes en su ornamento y su detalle.

No obstante, el Centro es gris. Los edificios lucen pinturas desvaídas y afectadas por el tiempo, la humedad y los graffitis que plagan la ciudad, garabatos que se entrecruzan hasta convertirse en una masa irreconocible de letras, dibujos y símbolos. La gente camina lentamente por las calles, mirando hacia adelante. Pocos interactúan entre ellos. La risa es algo difícil de atisbar. Los otros turistas que nos acompañan en nuestro viaje parecen desalentados en este tramo. No sacan fotos; sólo observan una ciudad que parece olvidada y atrapada en el tiempo.


Cuando el bus llega al Palacio Legislativo, las cámaras vuelven a asomar. Es que este inmenso edificio resulta un cambio al ojo, que ya se estaba acostumbrando a ver gris. Todos estamos cautivados por la magnífica estructura. Cuando el ómnibus hace su siguiente parada, nos quedamos solas en el piso superior. Todos quieren bajar a admirar el Palacio y visitar el Mercado Agrícola, el cual fue recomendado por el guía a través de los parlantes del bus como un lugar para disfrutar de la comida típica uruguaya.

Durante el trayecto, la voz de Rada se repite una y otra vez. Pero no son canciones distintas: son dos temas que se repiten hasta el hartazgo: “Mi país” y “Te quiero”. Aunque al principio nos emocionamos de escuchar al cantautor uruguayo y entonamos sus canciones con él, luego de varias reproducciones ya creímos que era suficiente, especialmente considerando el extenso repertorio de música uruguaya que podría haber sido incluido en la lista de temas a mostrar a los visitantes. Tantas canciones y autores que nos identifican, desde el rock uruguayo al tango… un repertorio más amplio podría abrir el panorama musical a los oídos del turista. 

Entre la música se intercalan explicaciones guías de lo que se va observando en el trayecto turístico. Datos que sabíamos, que teníamos presentes o que se encontraban en el fondo de nuestra mente, otros de los que no teníamos conocimiento. Todos ellos nos recuerdan que cada lugar de nuestra ciudad es como es por alguna razón, y que a veces olvidamos que ellos también tienen una voz, nos dicen algo. Lo que nos llama la atención es el poco énfasis que se les da a los museos en el recorrido. Pocas veces se señala la presencia de uno, aun en los lugares donde más abundan. 

El barrio del Prado es como entrar a otro país: las casas señoriales parecen estar ahí para adornar las calles, y los extensos jardines recuerdan a paisajes europeos. Sin embargo de tanto en tanto la realidad nos golpea cuando, entre la vegetación, se ven algunas casas derruidas y largos tendederos de ropa que le dan un toque de tercermundismo al ambiente. Nuestros compañeros de bus parecen no notarlo. Ajenos a todo, sacan más fotos que nunca, exclamando y señalando aquí y allá alguna cosa que les atrae particularmente. Es una dimensión que, evidentemente, resulta visible sólo para el ojo entrenado, acostumbrado a ver más pobreza que grandeza. 

En la parada del Montevideo Shopping es donde decidimos hacer una pausa para el almuerzo. Como también consideramos infaltable sacarnos una foto junto al cartel de “Montevideo” ubicado en Kibón, nos acercamos al lugar. La personalidad del mismo ha ido cambiando y evolucionando en el tiempo: los montevideanos lo han pintado de distintas maneras, de forma que esas letras, originalmente blancas y vacías, logren representar algo que nos identifique como ciudadanos. La decoración actual abarca distintos íconos que forman parte de la idiosincrasia de la capital del país, y rinde homenaje a los 100 años de la Cumparsita, un tango uruguayo que ha recorrido el mundo y ha marcado la historia de este estilo musical. Allí nos encontramos con algunos turistas que nos piden que les saquemos fotos con el ya célebre cartel. Nosotras mismas no podemos evitar querer documentar la visita sacándonos la característica selfie. 

13:42. Faltan cinco minutos para que pase el siguiente bus. Pero a pesar de nuestro paso ligero, a solamente una cuadra de distancia de la parada vemos pasar el gigantesco vehículo rosado. Nuestros gestos desesperados resultan inútiles: el bus sigue de largo. El siguiente pasaría en una hora. “¿Y ahora qué hacemos?”, nos preguntamos. Decidimos ir al shopping para hacerle esa misma pregunta a cualquier uruguayo que se nos cruzara: qué hacer para matar el tiempo de espera. La rambla hacia Buceo es la respuesta en la que coinciden más personas: la describen por sus típicos barquitos que crean una escena con un encanto único para quien la vea. Una señora incluso llega a aconsejarnos una visita al Planetario. Todos se devanan los sesos por ayudarnos y parecen quedar felices de haber ayudado a unas turistas. 



Terminado nuestro pequeño interrogatorio, ya es hora de ir a la parada. La señora del Planetario nos ve cruzar para el otro lado y nos indica de lejos que estamos erradas, que tenemos que ir en el sentido contrario al que estábamos enfilando. La amabilidad nos deja de buen humor. En la parada nos encontramos con dos parejas de dominicanos, con quienes conversamos un rato. Están haciendo un pequeño tour por Latinoamérica, y Uruguay es su penúltimo destino; luego irán de compras a Chile. 

Habían llegado el día anterior, y su visita durará cuatro días en los que visitarán una familia uruguaya amiga. Antes de Montevideo, habían estado en Buenos Aires. En personaje, les preguntamos si nuestra supuesta capital les había gustado, a lo que asienten con entusiasmo y afirman que es una ciudad preciosa. No recorrieron aún la capital uruguaya, pero lo que más destacan es la comida: la palabra “chivito” suena mucho en la conversación, y logramos entretenerlos un rato contándoles la tradicional rivalidad entre uruguayos y argentinos, y en qué se distinguen unos de otros. Para ellos, no hay mucha diferencia entre los dos, y subrayan la gran hospitalidad y amabilidad con la que les dieron la bienvenida en ambas orillas del Río de la Plata. 

Finalmente llega el bus y continuamos nuestro recorrido, esta vez siguiendo la larga línea de rambla en Pocitos, que luego se extiende por Punta Carretas y Parque Rodó. En las playas montevideanas, por donde no camina ni un alma y agua y cielo parecen unirse en el horizonte, la mirada de uno se pierde, la mente se apaga y se funde con las tonalidades frías y el suave bamboleo del bus. Los pájaros surcan el cielo encapotado y parecen perderse entre las nubes bajas. Nuestros nuevos amigos de República Dominicana sufren el frío pero disfrutan la vista e intercambian sonrisas entre ellos. De fondo suena de nuevo “Mi país”, pero de pronto para nosotras toma otro cariz, otro significado. Ya no estamos hartas de la canción. Negar las raíces de uno frente a otros se siente, de alguna forma, como si le diéramos la espalda a nuestra identidad. Como canta Rada, es en ese momento cuando verdaderamente podemos valorar todo lo bueno que hay en Montevideo. Disfrutamos, y nos dejamos llevar por el momento de reconocimiento y encuentro íntimo con nuestras raíces.

El trayecto que conecta el Parque Rodó con Barrio Sur, a medida que nos acercamos a la zona de la Aduana, va delatando el contexto de nuestro destino. Se divisan gigantescas grúas, cajas metálicas de carga, edificios enormes entremezclados con fachadas viejas y de ladrillo visto. El viaje termina donde originalmente comienza: en el Mercado del Puerto. Las callecitas, tan similares entre sí que resulta difícil orientarse, están pobladas de puestos de recuerdos de Uruguay, dándole color a los espacios grises. Las banderas uruguayas ondean por todas partes. Los dominicanos nos preguntan de qué descendencia somos. Les contamos sobre nuestros ancestros, y ellos sobre los suyos. En el mercado, los seguimos a un galpón gigantesco y viejo con el suelo hecho de adoquines. Allí flota en el aire un aroma característico a asado, junto con el murmullo incesante del gentío que almuerza en los distintos restaurantes. Un niño juega a la pelota entre nuestros pies. De las parrillas cuelgan banderas de distintos cuadros de fútbol. La cantidad de turistas que hay nucleados en un solo lugar es sorprendente. Nos perdemos entre los corredores del galpón, y terminamos saliendo a la calle por un lugar distinto al que entramos.



Cada escenario en las peatonales del Barrio Sur y la Ciudad Vieja es digno de una foto. Balcones decorados con flores, casas que han sido agredidas por el tiempo, banderas de Uruguay, carteles pertenecientes a negocios que buscan acercarse a los turistas: las calles pintorescas enamoran a cualquiera que pase por allí. Los vendedores de las tiendas salen afuera a fumar y ver pasar a los transeúntes. 

Después de caminar y caminar, divisamos la Plaza Matriz. Nos resulta imposible no vernos hipnotizadas por la fuente central de la misma. La belleza de las figuras y el suave movimiento del agua no hacen más que transmitir paz y ameritar un momento de descanso.

La peatonal Sarandí, poblada de artesanos, muere en la puerta de la Ciudadela. La Plaza Independencia se encuentra repleta de extranjeros que la ven como punto de encuentro. A un lado, la adusta figura del General Artigas observa la escena con seriedad, y al otro, se impone la imponente silueta del Palacio Salvo. Es uno de esos edificios de los que cuesta quitar los ojos de encima. Los turistas se detienen a mirarlo y tomar fotos de él. Quizás no sea su altura, sino tan solo el lugar donde está ubicado, su arquitectura. Se alza de tal manera que uno siente que se le va a venir encima. Allí, luego de todo un día de viaje por la capital, de conversaciones y de intercambios internacionales, decidimos terminar nuestro recorrido. 

¿Cuántas veces los uruguayos nos quejamos de nuestro país? ¿Cuántas veces anhelamos poder huir de él? Irnos hacia algún lugar más alegre, un lugar que no sea tan tranquilo, tan aburrido, tan común. Admiramos tanto ese modelo exterior utópico al cual algún día queremos llegar, porque claro, siempre existirá un lugar mejor que Uruguay. Pero basta con mirarnos desde afuera para valorar lo hermoso que es lo nuestro. 

Nos rodeamos de turistas, y nosotras mismas fuimos turistas. Vimos todo desde otra perspectiva, adoptamos otro punto de vista, otras historias, otra piel, otras vidas. Pero con el viento en la cara que le deja a uno las mejillas rojas, el pelo revoloteando en el aire, los paisajes montevideanos y “Mi país” sonando fuerte en los oídos, nunca nos sentimos más uruguayas. 




2 comentarios

  1. Para salir de la rutina y el estres de la vida cotidiana los viajes son la mejor forma de escapar y a la vez recrearse, socializar con gente nueva y olvidarse de los problemas por los que estas pasando.

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  2. ¡Maravilloso! Tus posts son los mejores definitivamente, escribes con una gran precisión y elocuencia. Adoro leerte
    tienes un blog muy genial ¡Por favor sigue subiendo mas sobre Viajar barato!

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